La búsqueda del sentido.
Parece evidente que el propósito de nuestra existencia es buscar la felicidad. Muchos pensadores occidentales han estado de acuerdo con esta afirmación, desde Aristóteles hasta William James: "Pero... Una vida basada en la búsqueda de la felicidad personal, ¿no es, por naturaleza, egoísta, egocéntrica y miserable?".
Contestaré ahora misma a cada una de las cuestiones:
Egoísta: sí
Egocéntrica: más o menos
Miserable: no necesariamente
La felicidad produce beneficios, muchos de ellos inherentes al individuo, muchos más que trascienden a su familia y al conjunto de la sociedad.
No se puede pensar seriamente en estar vivo renunciando a la búsqueda de este camino hacia la armonía, la plenitud, la felicidad.
Habrá que tomar esta decisión, y sé que no es sencillo hacerlo. La postura que tomemos hoy tal vez no sea definitiva, quizá mañana cambie. Hace diez años yo pensaba absolutamente otra cosa. Cualquiera que sea la postura que ustedes tengan, es válida.
Sólo pregunto por la posición tomada para que se pregunten si están siendo coherentes con ella.
Si ser feliz es la búsqueda más importante que tengo en la vida, y la felicidad para mí consiste en estos momentos gloriosos, ¿qué hago yo perdiendo el tiempo, por ejemplo, leyendo este escrito?
Si yo decido que la felicidad es el mayor de mis desafíos, y decido que esta búsqueda tiene que ver con sensaciones nuevas, en realidad tendría que estar buscándolas, ¿qué hago entonces perdiendo el tiempo y ocupándome de otras cosas que me distraen de esta búsqueda?
Si ser feliz es evitar todo dolor evitable, ¿para qué sigo leyendo a Bucay que me dice muchas cosas dolorosas o desagradables?
Porque lo que importa es comprometerse.
Porque ser feliz es el mayor de los compromisos que un hombre puede sentir, consigo y con su entorno.
Dentro de los que creen que la felicidad existe existen varias definiciones. Para acceder a mi propia definición de la felicidad, habrá que empezar por distinguir algunos conceptos que, si bien son elementales, muchas veces pasan inadvertidos y se confunden.
Entre los principales figura la diferencia entre la palabra meta y la palabra rumbo.
Para hacer gráfica esta idea, les voy a contar una historia:
Un señor se hace a la mar a navegar en su velero y, de repente, una fuerte tormenta lo sorprende y lo lleva descontrolado mar adentro. En medio del temporal el hombre no ve hacia dónde se dirige su barco. Con peligro de resbalar por la cubierta, echa el ancla para no seguir siendo llevado por el viento y se refugia en su camarote hasta que la tormenta amaine un poco. Cuando el viento calma, el hombre sale de su refugio y recorre el velero de proa a popa. Revisa cada centímetro de su nave y se alegra al confirmar que está entera. El motor enciende, el casco está sano, las velas intactas, el agua potable no se ha derramado y el timón funciona como nuevo.
El navegante sonríe y levanta la vista con intención de iniciar el retorno a puerto. Otea en todas las direcciones pero lo único que ve ´por todos lados es agua. Se da cuenta de que la tormenta lo ha llevado lejos de la costa y de que está perdido.
Empieza a desesperarse, a angustiarse.
Como les pasa a demasiadas personas en momentos demasiado desafortunados, el hombre empieza a llorar mientras se queja en voz alta diciendo:
-Estoy perdido, estoy perdido... Qué barbaridad.
Y se acuerda de que él es un hombre educado en el fe, como a veces pasa, lamentablemente solo en esos momentos, y dice:
-Dios mío, estoy perdido, ayúdame Dios mío, estoy perdido...
Aunque parezca mentira, un milagro se produce en esta historia: el cielo se abre -un círculo diáfano aparece entre las nubes-, un rayo de sol entra, como en las películas, y se escucha una voz profunda (¿Dios?) que dice:
-¿Qué te pasa?
El hombre se arrodilla frente al milagro e implora:
-Estoy perdido, no sé dónde estoy, estoy perdido, ilumíname, Señor. ¿Dónde estoy...Señor? ¿Dónde estoy...?
En ese momento, la voz, respondiendo a aquel pedido desesperado, dice:
-Estás a 38 grados latitud sur, 29 grados longitud oeste,... Y el cielo se cierra.
-Gracias, gracias... -dice el hombre.
Pero pasada la primera alegría, piensa un ratito y se inquieta retomando su queja:
-Estoy perdido, estoy perdido...
Acaba de darse cuenta de que con saber dónde está, sigue estando perdido. Porque saber dónde estás no te dice nada respecto a dejar de estar perdido.
El cielo se abre por segunda vez:
¡Qué te pasa!
-Es que en realidad no me sirve de nada saber dónde estoy, lo que quiero saber es a dónde voy. ¿Para qué me sirve saber dónde estoy si no sé a dónde voy? A mí lo que me tiene perdido es que no sé a dónde voy.
-Bien, -dice la voz-, vas a Buenos Aires -y el cielo comienza a cerrarse otra vez.
Entonces, ya más rápidamente y antes de que el cielo comience a cerrarse otra vez, el hombre dice:
-¡Estoy perdido, Dios mío, estoy perdido, estoy desesperado...!
El cielo se abre por tercera vez:
-¡¿Y ahora qué pasa?!
-No... Es que yo, sabiendo dónde estoy, y sabiendo a dónde voy, sigo tan perdido como antes, porque en realidad ni siquiera sé dónde está ubicado el lugar a donde voy.
La voz le responde:
-Buenos Aires está 38 grados...
-No, no, no! -exclama el hombre. Estoy perdido, estoy perdido... ¿Sabes lo que pasa? Me doy cuenta de que ya no me satisface saber dónde estoy y a dónde voy; necesito saber cuál es el camino para llegar, necesito el camino.
En ese preciso instante, cae desde el cielo un pergamino atado con un moño.
El hombre lo abre y ve un mapa marino. Arriba y a la izquierda un puntito rojo que se prende y se apaga con un letrero que dice: "Usted está aquí". Y abajo a la derecha un punto azul donde se lee: "Buenos Aires".
En un tono fucsia fosforescente, el mapa muestra una ruta que tiene muchas indicaciones:
Remolino
Arrecife
Piedritas...
Y que obviamente marca el camino a seguir para llegar al destino.
El hombre por fin se pone contento. Se arrodilla, se santigua y dice:
-Gracias, Dios mío...
Mira el mapa, pone en marcha el motor, estira la vela, observa para todos lados y dice:
-¡Estoy perdido, estoy perdido!
Por supuesto.
Pobre hombre, sigue estando perdido.
Para todos lados adonde mira sigue habiendo agua, y toda la información reunida no le sirva para nada, porque no sabe hacia dónde empezar el viaje.
En esta historia, el hombre tiene consciencia de dónde está, sabe cuál es la meta, conoce el camino que une el lugar donde está y la meta a donde va, pero le falta algo para dejar de estar perdido.
¿Qué es lo que le falta?
Saber hacia dónde.
¿Cómo haría un señor que navega para determinar el rumbo?
Mirando una brújula. Porque solamente una brújula puede darle esta información.
Ahora que sabe dónde está, que sabe a dónde va y que tiene el mapa que lo orienta, ahora le falta la brújula. Porque si no tiene la brújula, de todas maneras, no sabe hacia dónde emprender la marcha.
El rumbo es una cosa y la meta es otra.
La meta es el punto de llegada; el camino es cómo llegar; el rumbo es la dirección, el sentido.
Y el sentido es imprescindible aunque lo único que pueda aportarte sea saber dónde está el norte.
Si uno entiende la diferencia entre el rumbo y la meta, empieza a definir muchas cosas.
La felicidad, es, para mí, la satisfacción de saberse en el camino correcto.
La felicidad es la tranquilidad interna de quien sabe hacia dónde dirige su vida.
La felicidad es la certeza de no estar perdido.
En la vida cotidiana, las metas son como puertos adonde llegar, el camino serán los recursos que tendremos para hacerlo y el mapa lo aportará la experiencia.
No dudo de la importancia de saber dónde estamos; sin embargo... Sin dirección no hay camino.
Te escucho cuestionando: "Pero si mi meta es Buenos Aires, como en el ejemplo de barco, y estoy a 200 metros de la costa, aunque no tenga la brújula no estoy perdido. Si uno sabe lo que quiere y sabe cómo obtenerlo, tampoco está perdido".
Déjame extender un poco más la metáfora.
De alguna manera tienes razón.
Si me conforma limitarme a navegar cerca de la costa, quizá no necesite brújula.
Si me mantengo a la vista del punto de referencia, para qué quiero tanta complicación.
Es probable que al estar cerca de una meta uno sienta que no está perdido. Pero esta seguridad genera dos problemas:
a. Debo restringir mi elección exclusivamente a las metas que estén a la vista.
b. (El más grave) ¿Qué pasa después que llegué a la meta, feliz, pleno, maravilloso y armonizado? ¿Qué pasa en el instante después de la plenitud?
¡Se pudrió todo!, dicen los jóvenes.
Porque voy a tener que apurarme a buscar otra meta. Y recordar que esa meta deberá estar a la vista, porque si no, otra vez, estaré perdido.
La estrategia de estar renovando permanentemente mis metas para sentirme feliz, obligado a descartar lo próximo porque siempre tengo que querer algo más para poder seguir mi camino, sumada a la limitación de encontrar objetivos de corto alcance para no perder el rumbo, me parece demasiada carga para mi.
Repito: si ser feliz se relaciona con la sensación de no estar perdido y el precio de creerse feliz es quedarse cerca, me parece demasiado caro para pagarlo.
Crecer es expandir fronteras.
Es llegar cada vez más allá.
¿Cómo voy a crecer si vivo limitado por lo conocido por miedo a perderme?
Cada quien puede elegir esta postura, pero no la admito para mí, no la elegiría para mis hijos, no me gusta para mis pacientes, no la quiero para ti.
El tema entonces está, repito, en saber el rumbo.
El tema no está en saber a dónde voy, no está en cuán cerca estoy ni en descubrir qué tengo que hacer para llegar.
La cuestión es que aunque el afuera no me deje ver la costa, si yo sé hacia dónde voy, nunc ame interesa el lugar al que llegar, sino la dirección en la que avanzo.
Si la meta se representa con una banderita de llegada, el rumbo se representa por una flecha que apunta en una dirección determinada, como la aguja de una brújula que apunta impertérrita en dirección al polo magnético, independiente de nuestra posición en el mundo.
En el caso de las metas, nunca sé si estoy en lo correcto hasta que no las tengo a la vista.
Cuando conozco el rumbo ya no necesito evaluar si voy a llegar o no. Puedo no estar perdido sin que me importe el resultado inmediato.
Si la felicidad dependiera de las metas, dependería del momento de la llegada.
En cambio, si depende de encontrar el rumbo, lo único que importa es estar en camino y que ese camino sea el correcto.
¿Cuál es el camino correcto?
El camino correcto es aquel que está alineado con el rumbo que señala la brújula.
Cuando mi camino está orientado en coincidencia con el sentido que le doy a mi vida, estoy en el camino correcto.
Pero atención. No existe un solo camino correcto, así como no hay un solo sendero que vaya hacia el norte. Aquel camino es correcto pero el otro camino también lo es, y el otro, y el otro...
Todos los caminos son correctos si van en el rumbo.
Puedo elegir cualquiera de los caminos y lo mismo da, porque mientras el rumbo coincida con el camino, la sensación será la de no estar perdido.
Ahora te imagino cuestionador e inquisitivo. Harto ya de mí. Quieres respuestas concretas.
¿Qué es el rumbo?
"Con el señor en el agua entendí, pero ¿en la vida?"
"Quiero ganar un millón de dólares, quiero casarme con fulano, con fulana, quiero trabajar en tal lugar, quiero esto, quiero aquello... Las metas son fáciles, ¿pero el rumbo?"
"Y aún cuando acepte la idea, ¿dónde está la brújula?"
"¿Cuál es tu propuesta? ¿confiar en que Dios me la dé... Como en el cuento?"
En la vida, el rumbo lo marca el sentido que cada uno decida darle a su existencia.
Y la brújula se consigue contestándose una simple pregunta:
¿Para qué vivo?
No por qué sino para qué.
No cómo sino para qué.
No con quién sino para qué.
No de qué sino para qué.
La pregunta es personal. No se trata de que contestes para qué vive el hombre, para qué existe la humanidad, para qué vivieron tus padres, ni qué sentido tiene la vida de los inmorales.
Se trata de TU VIDA.
¿Qué sentido tiene tu vida?
Contestar con sinceridad esta pregunta es encontrar la brújula para el viaje.
¿Qué sentido tiene tu vida?
No saber cómo contestarla o despreciar esta pregunta puede ser una manera de expresar la decisión de seguir perdido.
¿Qué sentido tiene tu vida?
Una pregunta difícil si uno se la plantea desde los lugares miserables por los que estamos acostumbrados a llegar a estos cuestionamientos:
Demasiado problema para una tarde como hoy...
Un día de éstos lo pienso... Pregúntamela en un par de años...
¿Cómo voy a contestar yo a tamaña pregunta?
Ésa es la pregunta del millón. Hay que pensar muy bien una cuestión como ésa.
Esperaba que tú me dieras la respuesta.
Demasiadas trampas para no contestar.
¿Qué sentido tiene tu vida?
Y, sin embargo, encontrar la propia respuesta no es tan difícil.
Sobre todo si me animo a no tratar de convencer a nadie.
Sobre todo si me atrevo a no tomar prestados de por vida sentidos ajenos.
Sobre todo si no me dejo convencer por cualquier idiota que me diga: "No, ése no puede ser tu rumbo".
ENCONTRAR EL SENTIDO DE TU VIDA ES DECUBRIR LA LLAVE DE LA FELICIDAD.
La respuesta a la pregunta sobre el sentido de tu vida está dentro de ti mismo.
Y vas a tener que encontrar tu propia respuesta.
Definir el sentido no debe ser un tema sacralizado en un intento de magnificar la decisión y el compromiso que implica, pero tampoco debe ser dejado de lado como si fuera un hecho poco importante.
Una decisión de este tipo determina y re-significa mis acciones posteriores, así como actualiza en gran medida mi escala de valores.
Si yo decido que una determinada búsqueda, por ejemplo, le da sentido a mi vida, nada podría evitar que dedique la mayor parte de mi tiempo a esa tarea.
Nadie podría impedir que esa búsqueda se vuelva más importante que cualquier otra cosa, sobre todo más importante que cualquier otro objetivo de los impuestos por los condicionamientos familiares, culturales o afectivos.
Cada uno construye su vida eligiendo su camino.
No puedo construir un camino donde quede garantizado que yo consiga todas las metas que me proponga, pero sí puedo elegir el que vaya en la misma dirección que el propósito que decidí para mi vida.
Eso es estar en el camino correcto.
Cuando yo, mi camino y mi rumbo coinciden, siento la satisfacción de estar en camino, sereno, encontrado y satisfecho.
No se trata sólo de tener ganas de vivir, se trata de saber para qué, para qué vives.
Y esto, nos guste o no, implica la propia decisión. No es algo "que me pasa" por accidente, es el resultado de la profunda reflexión y, por lo tanto, de mi absoluta responsabilidad.
¿Para qué vives?
Parece evidente que el propósito de nuestra existencia es buscar la felicidad. Muchos pensadores occidentales han estado de acuerdo con esta afirmación, desde Aristóteles hasta William James: "Pero... Una vida basada en la búsqueda de la felicidad personal, ¿no es, por naturaleza, egoísta, egocéntrica y miserable?".
Contestaré ahora misma a cada una de las cuestiones:
Egoísta: sí
Egocéntrica: más o menos
Miserable: no necesariamente
La felicidad produce beneficios, muchos de ellos inherentes al individuo, muchos más que trascienden a su familia y al conjunto de la sociedad.
No se puede pensar seriamente en estar vivo renunciando a la búsqueda de este camino hacia la armonía, la plenitud, la felicidad.
Habrá que tomar esta decisión, y sé que no es sencillo hacerlo. La postura que tomemos hoy tal vez no sea definitiva, quizá mañana cambie. Hace diez años yo pensaba absolutamente otra cosa. Cualquiera que sea la postura que ustedes tengan, es válida.
Sólo pregunto por la posición tomada para que se pregunten si están siendo coherentes con ella.
Si ser feliz es la búsqueda más importante que tengo en la vida, y la felicidad para mí consiste en estos momentos gloriosos, ¿qué hago yo perdiendo el tiempo, por ejemplo, leyendo este escrito?
Si yo decido que la felicidad es el mayor de mis desafíos, y decido que esta búsqueda tiene que ver con sensaciones nuevas, en realidad tendría que estar buscándolas, ¿qué hago entonces perdiendo el tiempo y ocupándome de otras cosas que me distraen de esta búsqueda?
Si ser feliz es evitar todo dolor evitable, ¿para qué sigo leyendo a Bucay que me dice muchas cosas dolorosas o desagradables?
Porque lo que importa es comprometerse.
Porque ser feliz es el mayor de los compromisos que un hombre puede sentir, consigo y con su entorno.
Dentro de los que creen que la felicidad existe existen varias definiciones. Para acceder a mi propia definición de la felicidad, habrá que empezar por distinguir algunos conceptos que, si bien son elementales, muchas veces pasan inadvertidos y se confunden.
Entre los principales figura la diferencia entre la palabra meta y la palabra rumbo.
Para hacer gráfica esta idea, les voy a contar una historia:
Un señor se hace a la mar a navegar en su velero y, de repente, una fuerte tormenta lo sorprende y lo lleva descontrolado mar adentro. En medio del temporal el hombre no ve hacia dónde se dirige su barco. Con peligro de resbalar por la cubierta, echa el ancla para no seguir siendo llevado por el viento y se refugia en su camarote hasta que la tormenta amaine un poco. Cuando el viento calma, el hombre sale de su refugio y recorre el velero de proa a popa. Revisa cada centímetro de su nave y se alegra al confirmar que está entera. El motor enciende, el casco está sano, las velas intactas, el agua potable no se ha derramado y el timón funciona como nuevo.
El navegante sonríe y levanta la vista con intención de iniciar el retorno a puerto. Otea en todas las direcciones pero lo único que ve ´por todos lados es agua. Se da cuenta de que la tormenta lo ha llevado lejos de la costa y de que está perdido.
Empieza a desesperarse, a angustiarse.
Como les pasa a demasiadas personas en momentos demasiado desafortunados, el hombre empieza a llorar mientras se queja en voz alta diciendo:
-Estoy perdido, estoy perdido... Qué barbaridad.
Y se acuerda de que él es un hombre educado en el fe, como a veces pasa, lamentablemente solo en esos momentos, y dice:
-Dios mío, estoy perdido, ayúdame Dios mío, estoy perdido...
Aunque parezca mentira, un milagro se produce en esta historia: el cielo se abre -un círculo diáfano aparece entre las nubes-, un rayo de sol entra, como en las películas, y se escucha una voz profunda (¿Dios?) que dice:
-¿Qué te pasa?
El hombre se arrodilla frente al milagro e implora:
-Estoy perdido, no sé dónde estoy, estoy perdido, ilumíname, Señor. ¿Dónde estoy...Señor? ¿Dónde estoy...?
En ese momento, la voz, respondiendo a aquel pedido desesperado, dice:
-Estás a 38 grados latitud sur, 29 grados longitud oeste,... Y el cielo se cierra.
-Gracias, gracias... -dice el hombre.
Pero pasada la primera alegría, piensa un ratito y se inquieta retomando su queja:
-Estoy perdido, estoy perdido...
Acaba de darse cuenta de que con saber dónde está, sigue estando perdido. Porque saber dónde estás no te dice nada respecto a dejar de estar perdido.
El cielo se abre por segunda vez:
¡Qué te pasa!
-Es que en realidad no me sirve de nada saber dónde estoy, lo que quiero saber es a dónde voy. ¿Para qué me sirve saber dónde estoy si no sé a dónde voy? A mí lo que me tiene perdido es que no sé a dónde voy.
-Bien, -dice la voz-, vas a Buenos Aires -y el cielo comienza a cerrarse otra vez.
Entonces, ya más rápidamente y antes de que el cielo comience a cerrarse otra vez, el hombre dice:
-¡Estoy perdido, Dios mío, estoy perdido, estoy desesperado...!
El cielo se abre por tercera vez:
-¡¿Y ahora qué pasa?!
-No... Es que yo, sabiendo dónde estoy, y sabiendo a dónde voy, sigo tan perdido como antes, porque en realidad ni siquiera sé dónde está ubicado el lugar a donde voy.
La voz le responde:
-Buenos Aires está 38 grados...
-No, no, no! -exclama el hombre. Estoy perdido, estoy perdido... ¿Sabes lo que pasa? Me doy cuenta de que ya no me satisface saber dónde estoy y a dónde voy; necesito saber cuál es el camino para llegar, necesito el camino.
En ese preciso instante, cae desde el cielo un pergamino atado con un moño.
El hombre lo abre y ve un mapa marino. Arriba y a la izquierda un puntito rojo que se prende y se apaga con un letrero que dice: "Usted está aquí". Y abajo a la derecha un punto azul donde se lee: "Buenos Aires".
En un tono fucsia fosforescente, el mapa muestra una ruta que tiene muchas indicaciones:
Remolino
Arrecife
Piedritas...
Y que obviamente marca el camino a seguir para llegar al destino.
El hombre por fin se pone contento. Se arrodilla, se santigua y dice:
-Gracias, Dios mío...
Mira el mapa, pone en marcha el motor, estira la vela, observa para todos lados y dice:
-¡Estoy perdido, estoy perdido!
Por supuesto.
Pobre hombre, sigue estando perdido.
Para todos lados adonde mira sigue habiendo agua, y toda la información reunida no le sirva para nada, porque no sabe hacia dónde empezar el viaje.
En esta historia, el hombre tiene consciencia de dónde está, sabe cuál es la meta, conoce el camino que une el lugar donde está y la meta a donde va, pero le falta algo para dejar de estar perdido.
¿Qué es lo que le falta?
Saber hacia dónde.
¿Cómo haría un señor que navega para determinar el rumbo?
Mirando una brújula. Porque solamente una brújula puede darle esta información.
Ahora que sabe dónde está, que sabe a dónde va y que tiene el mapa que lo orienta, ahora le falta la brújula. Porque si no tiene la brújula, de todas maneras, no sabe hacia dónde emprender la marcha.
El rumbo es una cosa y la meta es otra.
La meta es el punto de llegada; el camino es cómo llegar; el rumbo es la dirección, el sentido.
Y el sentido es imprescindible aunque lo único que pueda aportarte sea saber dónde está el norte.
Si uno entiende la diferencia entre el rumbo y la meta, empieza a definir muchas cosas.
La felicidad, es, para mí, la satisfacción de saberse en el camino correcto.
La felicidad es la tranquilidad interna de quien sabe hacia dónde dirige su vida.
La felicidad es la certeza de no estar perdido.
En la vida cotidiana, las metas son como puertos adonde llegar, el camino serán los recursos que tendremos para hacerlo y el mapa lo aportará la experiencia.
No dudo de la importancia de saber dónde estamos; sin embargo... Sin dirección no hay camino.
Te escucho cuestionando: "Pero si mi meta es Buenos Aires, como en el ejemplo de barco, y estoy a 200 metros de la costa, aunque no tenga la brújula no estoy perdido. Si uno sabe lo que quiere y sabe cómo obtenerlo, tampoco está perdido".
Déjame extender un poco más la metáfora.
De alguna manera tienes razón.
Si me conforma limitarme a navegar cerca de la costa, quizá no necesite brújula.
Si me mantengo a la vista del punto de referencia, para qué quiero tanta complicación.
Es probable que al estar cerca de una meta uno sienta que no está perdido. Pero esta seguridad genera dos problemas:
a. Debo restringir mi elección exclusivamente a las metas que estén a la vista.
b. (El más grave) ¿Qué pasa después que llegué a la meta, feliz, pleno, maravilloso y armonizado? ¿Qué pasa en el instante después de la plenitud?
¡Se pudrió todo!, dicen los jóvenes.
Porque voy a tener que apurarme a buscar otra meta. Y recordar que esa meta deberá estar a la vista, porque si no, otra vez, estaré perdido.
La estrategia de estar renovando permanentemente mis metas para sentirme feliz, obligado a descartar lo próximo porque siempre tengo que querer algo más para poder seguir mi camino, sumada a la limitación de encontrar objetivos de corto alcance para no perder el rumbo, me parece demasiada carga para mi.
Repito: si ser feliz se relaciona con la sensación de no estar perdido y el precio de creerse feliz es quedarse cerca, me parece demasiado caro para pagarlo.
Crecer es expandir fronteras.
Es llegar cada vez más allá.
¿Cómo voy a crecer si vivo limitado por lo conocido por miedo a perderme?
Cada quien puede elegir esta postura, pero no la admito para mí, no la elegiría para mis hijos, no me gusta para mis pacientes, no la quiero para ti.
El tema entonces está, repito, en saber el rumbo.
El tema no está en saber a dónde voy, no está en cuán cerca estoy ni en descubrir qué tengo que hacer para llegar.
La cuestión es que aunque el afuera no me deje ver la costa, si yo sé hacia dónde voy, nunc ame interesa el lugar al que llegar, sino la dirección en la que avanzo.
Si la meta se representa con una banderita de llegada, el rumbo se representa por una flecha que apunta en una dirección determinada, como la aguja de una brújula que apunta impertérrita en dirección al polo magnético, independiente de nuestra posición en el mundo.
En el caso de las metas, nunca sé si estoy en lo correcto hasta que no las tengo a la vista.
Cuando conozco el rumbo ya no necesito evaluar si voy a llegar o no. Puedo no estar perdido sin que me importe el resultado inmediato.
Si la felicidad dependiera de las metas, dependería del momento de la llegada.
En cambio, si depende de encontrar el rumbo, lo único que importa es estar en camino y que ese camino sea el correcto.
¿Cuál es el camino correcto?
El camino correcto es aquel que está alineado con el rumbo que señala la brújula.
Cuando mi camino está orientado en coincidencia con el sentido que le doy a mi vida, estoy en el camino correcto.
Pero atención. No existe un solo camino correcto, así como no hay un solo sendero que vaya hacia el norte. Aquel camino es correcto pero el otro camino también lo es, y el otro, y el otro...
Todos los caminos son correctos si van en el rumbo.
Puedo elegir cualquiera de los caminos y lo mismo da, porque mientras el rumbo coincida con el camino, la sensación será la de no estar perdido.
Ahora te imagino cuestionador e inquisitivo. Harto ya de mí. Quieres respuestas concretas.
¿Qué es el rumbo?
"Con el señor en el agua entendí, pero ¿en la vida?"
"Quiero ganar un millón de dólares, quiero casarme con fulano, con fulana, quiero trabajar en tal lugar, quiero esto, quiero aquello... Las metas son fáciles, ¿pero el rumbo?"
"Y aún cuando acepte la idea, ¿dónde está la brújula?"
"¿Cuál es tu propuesta? ¿confiar en que Dios me la dé... Como en el cuento?"
En la vida, el rumbo lo marca el sentido que cada uno decida darle a su existencia.
Y la brújula se consigue contestándose una simple pregunta:
¿Para qué vivo?
No por qué sino para qué.
No cómo sino para qué.
No con quién sino para qué.
No de qué sino para qué.
La pregunta es personal. No se trata de que contestes para qué vive el hombre, para qué existe la humanidad, para qué vivieron tus padres, ni qué sentido tiene la vida de los inmorales.
Se trata de TU VIDA.
¿Qué sentido tiene tu vida?
Contestar con sinceridad esta pregunta es encontrar la brújula para el viaje.
¿Qué sentido tiene tu vida?
No saber cómo contestarla o despreciar esta pregunta puede ser una manera de expresar la decisión de seguir perdido.
¿Qué sentido tiene tu vida?
Una pregunta difícil si uno se la plantea desde los lugares miserables por los que estamos acostumbrados a llegar a estos cuestionamientos:
Demasiado problema para una tarde como hoy...
Un día de éstos lo pienso... Pregúntamela en un par de años...
¿Cómo voy a contestar yo a tamaña pregunta?
Ésa es la pregunta del millón. Hay que pensar muy bien una cuestión como ésa.
Esperaba que tú me dieras la respuesta.
Demasiadas trampas para no contestar.
¿Qué sentido tiene tu vida?
Y, sin embargo, encontrar la propia respuesta no es tan difícil.
Sobre todo si me animo a no tratar de convencer a nadie.
Sobre todo si me atrevo a no tomar prestados de por vida sentidos ajenos.
Sobre todo si no me dejo convencer por cualquier idiota que me diga: "No, ése no puede ser tu rumbo".
ENCONTRAR EL SENTIDO DE TU VIDA ES DECUBRIR LA LLAVE DE LA FELICIDAD.
La respuesta a la pregunta sobre el sentido de tu vida está dentro de ti mismo.
Y vas a tener que encontrar tu propia respuesta.
Definir el sentido no debe ser un tema sacralizado en un intento de magnificar la decisión y el compromiso que implica, pero tampoco debe ser dejado de lado como si fuera un hecho poco importante.
Una decisión de este tipo determina y re-significa mis acciones posteriores, así como actualiza en gran medida mi escala de valores.
Si yo decido que una determinada búsqueda, por ejemplo, le da sentido a mi vida, nada podría evitar que dedique la mayor parte de mi tiempo a esa tarea.
Nadie podría impedir que esa búsqueda se vuelva más importante que cualquier otra cosa, sobre todo más importante que cualquier otro objetivo de los impuestos por los condicionamientos familiares, culturales o afectivos.
Cada uno construye su vida eligiendo su camino.
No puedo construir un camino donde quede garantizado que yo consiga todas las metas que me proponga, pero sí puedo elegir el que vaya en la misma dirección que el propósito que decidí para mi vida.
Eso es estar en el camino correcto.
Cuando yo, mi camino y mi rumbo coinciden, siento la satisfacción de estar en camino, sereno, encontrado y satisfecho.
No se trata sólo de tener ganas de vivir, se trata de saber para qué, para qué vives.
Y esto, nos guste o no, implica la propia decisión. No es algo "que me pasa" por accidente, es el resultado de la profunda reflexión y, por lo tanto, de mi absoluta responsabilidad.
¿Para qué vives?
Jorge Bucay
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